El Reyno del Boilgues.

Ramón llevaba un buen rato decidiendo si enviaba el informe de seguridad o si, por el contrario, se limitaba a hacer lo mismo que sus dos o tres antecesores, es decir: nada. El informe suponía solicitar la tala de un árbol octogenario, un magnífico ejemplar de pinus nigra de unos veinte metros de altura, que rivalizaba en vigor y rectitud con una sabina albar, vecina. Desde luego, este matrimonio vegetal era el más hermoso del contorno; tanto, que con una ligera licencia literaria: bien podrían considerarse como la pareja regente del recóndito reino vegetal del valle de río Boilgues.

El caso es que, en su medrar lozano, el rey-árbol del Reyno de Boilgues, había terminado por romper el muro de piedra seca que contenía la terraza donde había crecido el matrimonio, derribándole y quedándose con la mitad de sus raíces al aire. Plantado cuando apenas era más grueso que un cayado de pastor, por los mismos obreros que explanaron el solar donde, hace ochenta y ocho años, construyeron la central hidroeléctrica de Vallanca, ahora tenía un tronco imposible de abrazar por dos hombres. 

Ramón sabía que existían nueve probabilidades de diez de que el pino, desposeído por culpa de su avaricia, de la mitad de su reino terrenal y amenazado por su aborrecida consorte Doña Junípera, de que soltaría sus raíces antes que verse arrastrada en su caída, acabaría por caerse antes de una década. También sabía que existía una posibilidad entre un millón de que en su caída, atrapase al menos a una persona en su caída. Tenía ante sí un auténtico dilema ¿Qué era mejor? Sentenciar a muerte a un rey decadente o dar remotas posibilidades a una tragedia humana.


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