Vagabundo V. "Otoño en el Reyno de Rotonda"

Ya hace frío en Rotonda. Ayer, un viento de guante blanco robaba impune el oro de las ramas de los árboles y un par de grados a los termómetros. Su Majestad, Israel I de Rotonda, daba cortos paseos circulares frente a su trono y se abrazaba a sí mismo; era evidente que estaba aterido, pues su indumentaria, la misma que llevaba el 10 de agosto (día de asados en parrilla) ya es insuficiente para el clima zaragozano. Martha, alarmada, en cuanto llegamos a casa se sumergió en mi armero, perdón quise decir armario, y un rato después salió armada, perdón quise decir arropada, con una chaqueta marrón de lana gruesa con cuello alto, también de lana, canesú y frontal de piel, cremallera rústica, y forrada de borreguillo; una especie de "remake noventero" de la que popularizó Marcelino Camacho cuando también daba pequeños paseos circulares.

-- ¿Te acuerdas? -me preguntó, mientras se miraba en el espejo coqueta.
-- Te queda muy grande -le respondí, fingiendo indiferencia.
-- Y a ti muy pequeña -me dijo, mirando mi barriga "paulanera" y recriminando mi frialdad.
-- ¿Qué cosa que te acuerdas ahora de esa chaqueta? -le pregunté.
-- ¿Te importa si se la damos a Israel? -me preguntó ella, mientras se la quitaba.
-- Vale. Puede que ese estilo "grunge" le guste. Hará juego con su corona de lana sobada -le dije, sonriendo.
-- No sé, la verdad es que me da pena desprenderme de ella. Huele a tu colonia -dijo Martha, estrujándola sobre su cara. 
-- No seas sentimental, el calor que nos dio no se arrancará de nuestros recuerdos; además, cada vez que le veamos con ella, a él le calentará y a nosotros nos refrescará la memoria.
-- Entonces, sí que te acuerdas -me preguntó aliviada.
-- Pues claro que me acuerdo, como podría olvidar un paseo de otoño como aquél en el bosque del Betato.
-- Y aún así no te importa desprenderte de ella.
-- Sí me importa, pero ahora prefiero que se la des.
-- Está limpia. ¿Se la llevas? -me pidió, mientras la plegaba para meterla en una bolsa.
-- ¿Ahora? -protesté, caliente y repantingado en el sofá.
-- ¿Tú has visto el frío que hace? -me recriminó.
-- A ver, Martha, que haya nevado en el Pirineo no significa que aquí esté helando -insistí, perezoso.

(Martha, jaquesa de nacimiento, guarda en su impronta una inexplicable asociación climática con el Pirineo, y en cuanto se entera que ha nevado en la Peña Oroel, se le enfrían las manos y comienza a buscar abrigo)

-- Está bien, yo se la llevo. El pobre chico se va ha helar de frío -sentenció decidida.
-- Dame -respondí, mientras me incorporaba.
-- Espera un momento, que te preparo algo para que cene.

Cuando llegué a Rotonda, Israel I, abandonado por sus súbditos que ya se habían retirado a sus nobles aposentos (cajeros más cercanos), de pie se comía una manzana que sostenía con su mano izquierda. Enseguida me ofreció una sonrisa y un saludo de su mano derecha. ¿Zurdo? Seguramente ambi-diestro, virtudes de la realeza.

-- ¡Hoola. amigo Phineas! -me saludó, como de costumbre.
-- Sana costumbre la de comer fruta. Yo siempre la tomo antes de las comidas -le dije.
-- Sí. Esta muy buena, quieres una. -me respondió, mientras rebuscaba en una de sus numerosas bolsas.
-- Pero no quedarán para ti.
-- No te preocupes, tengo dos más -me dijo su Majestad, haciendo gala de su inmensa generosidad.
-- Está bien, dame una -le respondí.
-- Están limpias, las he lavado en la fuente -me advirtió, mientras me ofrecía una grande y amarilla.
-- ¿Tienes frío? -le pregunté, justo antes de darle un buen bocado a la manzana.
-- No. Estoy genial, ahora mismo me iba a ir al albergue.
-- Pero hoy es más tarde que otros días -le pregunté extrañado.
-- No sé, como no llevo reloj -me respondió, ocultando su impaciencia.
-- Martha ha buscado esta chaqueta para ti, me ha dicho que le gustaría saber que te la pones le dije.
-- ¿Es tuya? -me preguntó.
-- Sí, pero ya no me entra -le respondí. Ambos nos reímos.
-- Vale, muchas gracias -me agradeció cogiéndola, mientras miraba la otra bolsa que yo llevaba.
-- Aquí tienes algo para cenar. Ten cuidado, hay un vaso con café caliente. Ah, y la fruta está lavada -los dos nos reímos de nuevo.
-- Muchas gracias, amigo; dale las gracias también a Martha.

Nos quedamos un momento en silencio, cada uno disfrutando de su manzana. Entonces, me pregunté cuánto tiempo más seguiríamos ocultándonos la verdad: que él no tiene intención u oportunidad de volver a casa y que yo me aprovecho de su experiencia vital para fabular escribiendo una historia que hoy en día no importa nadie. A punto estuve de contárselo, pero pensé que en aquel momento era más importante para él comer algo y refugiarse, que escuchar las divagaciones de un novelista aficionado.

-- Cuídate y ve al albergue, procura no dormir por ahí -le advertí, finalmente.
-- No te preocupes. Estoy genial. Que paséis buen fin de semana -me dijo, simpático.
-- Gracias por la manzana -le respondí, dándole otro bocado-. Tienes razón, está muy buena.

Volví a casa decidido a contarle todo la próxima vez que le vea; quién sabe, quizá me cuente porqué está en la calle y así nos podamos ayudar mutuamente.



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