La Llama Eterna: Relato IV -El daguerrotipo-

   Constance Mozart

Cuando llegó el retratista al hogar de los Keller, su invitada se revolvió. ¿Por qué querían que ella saliera también en el daguerrotipo?

Max Keller explicó a su vieja amiga que sería un bonito recuerdo de aquel día estival de 1840; por eso tenían que salir todos los que estaban presentes en la casa aquella tarde; esto es: es propio Keller, su mujer, sus dos hijas, su cuñado, y hasta la cocinera; y por supuesto ella, Constance von Nissen, de 78 años; de soltera, Constance Weber, y durante su primer matrimonio, Constance Mozart.

Los ojos morenos de Constance resplandecieron con el recuerdo, igual que una vidriera de iglesia traspasada por el Sol.

La situaron a la derecha de Max, delante de la cocinera.

El retratista les pidió que adoptasen una expresión relajada, porque serían varios minutos de exposición.

Constance suspiró. No le gustaba nada de nada aquello, pero en fin, los Keller se portaban tan bien con ella cuando iban a pasar unos días a su casa cada verano, que no podía negarles nada.

Respecto a Max Keller, no cabía en sí de gozo, y es que se había salido con la suya. Le importaba un pito que su rostro quedase para la posteridad; él sabía mejor que nadie que era un compositor del montón, un autor de himnos de iglesia de pueblo, y de “piececitas” para trompeta, y le daba igual lo que dijeran sus bienintencionados amigos; lo sabía, y punto; y a nadie le importaría saber cómo era su aspecto, ni el de su mujer, hijas, o cuñado; cien años después de su muerte.

Pero la mujer que estaba a su lado con cara de resignación era muy distinta. Había sido la mujer de Mozart y sus ojos habían visto los del genio absoluto, y sus manos habían acariciado las manos de él; igual que su boca se hizo una con frecuencia, con la boca de él. Mozart había sido parte de aquella mujer, y su música había flotado dentro de ella; y a su vez Constance se había transustanciado en la más maravillosa música jamás compuesta.


Por eso, y a falta de una fotografía de Mozart, el mundo podría vislumbrarle, si quiera un poco, en la mirada de ella en el daguerrotipo. Ésa sería la mayor aportación de Max Keller a la Historia. Ésa, y no ninguna de sus aburridas composiciones; y tanto le satisfacía esta idea que a pesar de que mordió los labios, e intentó permanecer serio, no pudo evitar que su rostro de futuro cadáver quedara plasmado en el daguerrotipo esbozando una media sonrisa.

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