La Llama Eterna: Relato III -La última rosa del verano-

    Fuente: RNE Sinfonía de la Mañana (Martin Llade)

    Nunca hubiera podido sospechar la soprano Therese Tietjens, que su mayor triunfo en escena lo tendría en Dublin, cantando una canción que no era habitual en su repertorio. Acababa de interpretar, de forma absolutamente magistral, el aria “Océano, tú poderoso monstruo” de Oberon de Weber, cuando el público irlandés alcanzó el deliro. Fueron tantos los bravos, los taconeos, y las palmas enrojecidas, que decidió obsequiarles; hizo parar a la orquesta, y anunció que iba a cantar la hermosa melodía irlandesa: “La última rosa del verano”.

Alguien propuso traer un piano, y, dicho y hecho, pronto se vio a Bettini empujándolo por el pasillo del patio de butacas, asistido por dos tramoyistas.

Y así, una docena de “diablos”, elevó trabajosamente el piano hasta el escenario. La “Tietiens” cantó entonces “La última rosa del verano”, y fue tan grande la conmoción entre los irlandeses, que muchos lloraban como niños.

Oberon continuó entonces entre murmullos de admiración, y peticiones de repetición. Una vez acabada la función, la “Tietiens”, insistió en retirarse, pesa a las súplicas del “respetable”. Una vez, había estado bien, pero debía cuidar su voz para su inminente gira parisina. Ante la amenaza de motín se retiró por la puerta trasera del teatro donde le aguardaba su carruaje.
Cuando el público supo que había escapado montó en cólera. Cientos de personas, entre ellos muchos estudiantes, recorrieron las calles hasta que dieron alcance al carruaje; cortaron entonces los enganches de los caballos, que se perdieron por las calles de Dublín, y empujaron ellos mismos el vehículo de la artista hasta su hotel. Therese Tietjens, descendió entonces de él temerosa, pero los estudiantes, se quitaron los abrigos y alfombraron con ellos el suelo que ella debía de pisar hasta entrar en el hotel. Una vez en él, no encendió la luz de su suite, esperando que creyeran que se había ido a dormir; pero la multitud no se movía de la calle, exigiendo, una y otra vez, “La última rosa del verano”.

Como no quisieran atender el requerimiento de la policía, y ya se intuían escenas de violencia si los dispersaban, un Capitán entró al hotel, y pidió hablar con mademoiselle.

Tietjens, se asomó al balcón desconfiada, pero sólo halló miles de rostros sonrientes.

Y entonces, acompañada, ya no por el piano, si no por la acariciante brisa de la noche dublinesa, entonó nuevamente la hermosa melodía tradicional.

Los aplausos debieron de escucharse hasta en Limerik, y tal como prometieran, los presentes fueron retirándose sin ruido, como integrantes de una procesión religiosa.

Cuando se hubo marchado también el policía, Theresa Tietjens, permaneció todavía largo rato pensativa en el balcón

El agente le pasó la carta que estaba leyendo.


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