La Llama Eterna: Relato VIII -El “Cascanueces”-
Fuente: Sinfonía de la Mañana, RNE (Martín Llade)
Estaba preparado desde hacía tiempo para que le despertaran en medio de la noche, y se lo llevasen a la cárcel; de hecho, tenía siempre la maleta preparada para tal circunstancia; pero lo que menos hubiera imaginado era que recibiría aquella llamada telefónica, una tarde tras la sobremesa.
Estaba preparado desde hacía tiempo para que le despertaran en medio de la noche, y se lo llevasen a la cárcel; de hecho, tenía siempre la maleta preparada para tal circunstancia; pero lo que menos hubiera imaginado era que recibiría aquella llamada telefónica, una tarde tras la sobremesa.
-Camarada Shostakovich –le dijo aquella
inconfundible voz de resonancias metálicas– ¿Qué es eso de que no quieres
viajar?
¿Era él? No podía creerlo. En todo caso, se parecía tanto,
que no podía menos que un impostor. Acaso algún retorcido bromista del Politburó,
o alguien con ganas de tirarle de la lengua. También era cierto, que nunca
había escuchado su voz proyectada por un aparato telefónico.
-¡Camarada! –musitó Shostakovich–. Qué honor –era
mejor seguirle la corriente como si fuese el de verdad –. Cada palabra de más,
sería un segundo menos de vida que le quedase.
-¿Por qué no quieres viajar a América? –resopló
su interlocutor, probablemente envuelto en una nube de humo de pipa.
Le explicó que Occidente era la decadencia y el
Imperialismo.
-Se trata de una Conferencia de Paz –le replicó
tranquilamente la voz–, y la Unión Soviética no puede seguir siendo acusada de
romper la Paz. Por eso hemos pensado en ti para que vayas y demuestres al Mundo
el arte que se produce en nuestro paraíso socialista. El arte del único lugar
del mundo, en el que un artista es valorado como merece. Igual que son valorados
los zapateros, los panaderos, o los conductores de tranvía.
-Es que hay un problema camarada –insistió Shostakovich.
Y le explicó, tratando de que las consonantes no le
trabucasen los labios: que en el programa que tenía que tocar, había un fallo.
-¿Qué fallo? –le preguntaron desde el otro lado
de la línea.
-Además de Popov, se va Lemniskorsky, está mi
nombre; y eso no puede ser, porque mi música está prohibida.
-¿Tu música está prohibida en los Estados Unidos?
–le preguntó el otro, divertido.
Shostakovich, sintiendo que, en lugar de palabras, eran
cuchillas de afeitar lo que le brotaba de la garganta, explicó que su música
estaba prohibida en la Unión Soviética desde hacía un par de años. En ese
momento, el gato de la casa se restregó ronroneante contra las piernas del
compositor.
-No he oído nada de eso –le dijo el otro–, y ya
sabes que yo lo se todo. Será un malentendido; algún camarada imbécil que se ha
equivocado. Da lo mejor de ti y déjanos en el lugar más alto. ¿Entendido? Que
palidezcan sus Duke Ellington, y esos otros músicos de pacotilla.
El gato comenzó a juguetear con los cordones de sus zapatos.
Levantó los pies lo máximo que pudo, pero el felino daba pequeños saltos
lanzando zarpazos al aire. Tuvo que reprimirse mucho para no apartarlo de un
puntapié.
-Tengo miedo a volar camarada –replicó. A estas
alturas había controlado parcialmente el tartamudeo–. Solamente pensarlo me
pone enfermo. Ya se lo expliqué al camarada Molotov el otro día, y me dijo que
lo comprendía.
-¿El camarada Molotov? –la voz se echó a reír. Su
risa le recordó a los chasquidos de un cascanueces rompiendo cáscaras–. El
camarada Molotov es un maldito idiota, que ni siquiera supo darse cuenta que
estaba casado con una traidora. Ahora ando todo el día por ahí, gimoteando como
una niñata, no hay que hacerle ni caso; y respecto a tus miedos, tendrás algún
problema de tensión. Te enviaré a mi médico personal para que te eche un
vistazo.
-Muchas gracias camarada –dijo Shostakovich; y ya
iba a colgar cuando el Secretario General añadió algo más.
-¡Ah! Felicidades por tu hijo, ya me he enterado
de que promete mucho como músico. En mayo cumple once, ¿verdad? Ya le
enviaremos algo.
Tras despedirse, Shostakovich, colgó el teléfono suavemente
por temor a que un golpe fuerte en el auricular, pudiera constituir, siquiera
de forma inconsciente un delito. Luego, llevó el gato a la cocina, y le puso un
platillo de leche.
El concierto en el Madison Square Garden fue un gran éxito.
Dimitri Shostakovich tocó al piano el Squerzo de su sinfonía número cinco, ante
treinta mil espectadores. La salva de aplausos que le dedicaron fue, sin duda
alguna, la más atronadora que le dispensara jamás público alguno. Pero él
apenas la escuchó.
Todavía resonaba resonaba en sus oídos como una
letanía trituradora la risa seca y cascada del Camarada Stalin.
Comentarios