La Llama Eterna: Relato XIX –El Estante Maldito–

Texto extraído del programa de RNE "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

       Al principio, su imponente presencia física los cohibió; sus brazos, hinchados como velámenes a sotavento, estaban surcados por cicatrices de anzuelos, sirenas de ojos azules; y otras marcas, cuyo origen, inflamó la imaginación de los chicos.

Mascaba tabaco, y despedía un penetrante aroma a salitre y brumas de países soñados. Indudablemente era uno de tantos marineros que arribaban al puerto de Vigo, aunque su presencia resultaba insólita en la casa “Musical Gaos”. Preguntó por el regente del negocio. Andrés, de trece años, repuso que estaba de negocios, en Coruña. ¿Podrían atenderle ellos?

El problema es que no se sabía ni el título ni la letra; eso sí, podía tararearla. Andrés le instó a hacerlo; y así, el marinero, entonó lo mejor que pudo una melodía que ninguno de los pequeños supo reconocer.

Se miraron entre sí, encogiéndose de hombros; y, ya iba Pepe a decirle que no la tenían, cuando Andrés le guiñó un ojo. Señaló el estante donde atesoraban polvo las partituras pasadas de moda, que nadie se llevaba nunca.

Y cogió una partitura al azar, que colocó sobre uno de los atriles que tenían a la venta. Luego tomó su violín, y fingiendo leer la partitura, comenzó a tocar, lo mejor que pudo, la melodía tarareada por el marinero.

Andrés le entregó la partitura.

Y el marinero lo hizo. Y Andrés, asistido por su hermano, repitió la jugada de fingir que leía una de las partituras del estante “maldito”; y la tocó perfectamente al violín, permitiéndose hasta unas variaciones sobre la melodía.

Al hombre, se le saltaban las lágrimas.

El marinero se marchó muy contento con seis partituras bajo el brazo; pero más felices estaban Andrés y Pepe: contemplando el montoncito de monedas con el que les pagó, y que introdujeron cuidadosamente en la caja.

A la mañana siguiente, Don Andrés ya estaba de vuelta de su viaje Coruñés, y lo que menos esperaba era encontrarse a un furibundo marinero, ante la puerta de la tienda, con varias partituras bajo el brazo.

Con no poco trabajo, Don Andrés pudo calmar al hombre; al que, no sólo devolvió el dinero, si no regaló una partitura de la “Salve Marinera”, por las molestias. Éste, se alejó contemplándola con gran recelo.

Estaba claro que los niños necesitaban un castigo, pero cuál. La proeza era grande; apenas un año antes, Pablo Sarasate se había quedado perplejo ante las habilidades de Andrés; y, hasta llegó a proponer llevárselo consigo de gira por Europa. A lo que dijeron que no; todavía era demasiado pronto. ¿O, se equivocaron al rechazar aquella oportunidad? Sólo el tiempo lo diría.

Hizo llamar a sus hijos, que le preguntaron si estaba satisfecho con lo bien que habían llevado el negocio aquellos días.

Y sacó del bolsillo su talega, que hizo tintinear en la palma de la mano, antes de entregársela.

Le besaron en las mejillas, y salieron de allí escopeteados, sintiéndose los “Reyes del Mundo”.

A las cuatro de la tarde vinieron a traerle recado a Don Andrés de que sus hijos estaban en la comisaría; puesto que, después de haberse regalado con una opípara comida en una marisquería; habían pretendido pagar con una bolsa llena de botones de marinero.

Y, mientras iba poniéndose la chaqueta, reflexionó sobre la verdadera lección que aprenderían los chiquillos; especialmente Andrés; sobre la diferencia entre: pagar con moneda falsa y ser pagado con ella; entre un equilibrista del violín, y un músico disciplinado y responsable; que no necesitara del truco fácil para alagar superficialmente a un público deseoso de alardes.


Seguro que aprendería la lección; y, sin caber en sí de orgullo, Don Andrés se encaminó a la comisaría, tratando de adoptar, sin conseguirlo, la expresión severa que su posición paterna le exigía, a la hora de traerse a los chicos de vuelta a casa.

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