La Llama Eterna: Relato XVI –La Bendición Gitana–

    Texto extraído del programa de RNE "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

   El gran hombre miró en derredor suyo, todos estaban allí por él, jamás en sus setenta y cinco años de vida, había concitado a tantos asistentes. Ni siquiera el día de su boda, o aquella tarde en que, jaleado por doce pintas de cerveza negra, se diera de puñetazos con el viejo Paddy, en el pub del pueblo, por ver quién tenía la oveja más lanuda de Lincolnshire.

En aquel teatro cabían al menos tres o cuatro veces todos los habitantes de su pueblo; pero sólo había cabida para un Joseph Taylor; o sea, él; el responsable de lo que iba a suceder allí. Y aquellos músicos, empingorotados con sus violines, y sus flautas; y como quiera que se llamasen los otros instrumentos, leerían una música preservada por su mente durante más de seis décadas. Y ello a pesar de que nunca supo leer ni escribir; aunque era capaz de prever la lluvia con tres días de anticipación, con echar un somero vistazo a las nubes; o de adivinar, al tacto del vientre, el sexo de un cordero no nato.

Todavía recordaba el día aquél en que, a sus nueve años, se encontrase a la gitana en el camino. No tendría muchos más años que su hermana mayor. Sentada en las raíces de un olmo seco, mordisqueaba con sus labios de trazo sanguíneo, un melocotón tan encarnado, que hubiera podido creerse que era de su jugo del que se alimentase el rubor de sus mejillas.

La gitana interrumpió su canto al verle, y de sus ojillos negros se desprendió un brillo travieso, como el de la turba encendida.

Sus labios eran como una herida abierta en la piel cobriza de su rostro; herida que a él le dolía con tan sólo mirarla. Se excusó porque no tenía dinero, sólo un pedazo de queso envuelto en un pañuelo. La gitana lo cogió y lo guardó entre los pliegues de su falda, y después tomó su mano. Su uña le cosquilleó la piel, trazando el sendero de una caricia en la palma abierta.

Joseph nunca había escuchado hablar de esa feria; y, respecto al amor, tan sólo tenía nueve años. El embarazo con el que dijo aquello, hizo reír a la gitana de una forma que no le gustó nada, y se soltó temeroso de su mano. Echó a correr por el camino que conducía al pueblo, sin volver la vista atrás. Ella prosiguió con sus risotadas, a la par que le decía:

A pesar de que no llegó a escucharle la canción entera, jamás se pudo quitar de la mente aquellas dos estrofas. En ocasiones, cuando estaba sólo con el rebaño en el monte, y el cielo relampagueaba, se quitaba el miedo cantándola para sí, y se la susurró al  oído a su Katy, una vez apagada la bujía de su noche de bodas; y ya siendo un anciano, la cantó en aquel extraño concurso de canciones populares, convocado por el “tipo ese”; un australiano medio loco llamado Grainger, éste se había mostrado muy interesado en él y la canción:

Tiempo después, Grainger lo llamó y se lo llevó a la ciudad, donde le hizo cantar esa especie de canción ante una especie de tubo, parecido al de una estufa; del que, desde luego, no salía calor alguno. Lo que brotó después de él, fue una voz de ultratumba, que no reconoció como propia, y que más bien le hizo plantearse, por primera vez, la existencia de los duendes.

Luego, Grainger, hizo cantar “Brigg Fair” a un coro, lo que resultó muy bonito; pero más lo fue aún que otro músico, un tal Delius; éste más reservado y silencioso, un poco con aspecto de cura, decidiera escribir una obra con ello. Una rapsodia, o algo así. La verdad es que a Joseph le pareció al principio que aquello era una palabrota.

Y llegó el día en que reunieron a toda aquella gente en un teatro, con él en primera fila, ¡qué lastima que su querida Katy no estuviera allí para verlo! Y una vez apagadas las luces, aquellos ochenta músicos, que los contó concienzudamente al menos diez veces, empezaron a tocar su canción.

Y en medio de aquel momento solemne, el gran hombre, aquel campesino iletrado de manos callosas; embutido en su raída chaqueta de los domingos, la misma con la que se casase cincuenta años atrás, empezó a cantar. Alguien quiso hacerle callar, pero el resto del público acalló a su vez a quien protestaba. Todo aquello se había hecho por él, justo era que cantase también con la orquesta. Y lo hizo; es una pena que luego se perdiera, cuando empezaron las variaciones.

Y un tanto abochornado volvió a su asiento, pero luego el bochorno cedió el paso a una sensación cálida y mágica en su pecho: la de que podía ya morir sin miedo a la muerte.

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