La Llama Eterna: Relato XXVIII –Le Petit Espagnol-

Texto extraído del programa de RNE: "Sinfonía de la Mañana", por Martín Llade.

   Se decía que un intérprete de cuerda no era nadie si no pasaba por el Conservatorio de Bruselas; pero tras un par de meses allí, él seguía sin ser nadie; o por lo menos esa impresión daban los profesores, más impresionados por otros alumnos de largas melenas, mucho más altos y garbosos que él.

Una tarde se reunió, como era habitual, a los estudiantes de varios cursos ante el cáustico profesor Melkebeke, que era el terror del violonchelo; y al cual muchos preferían evitar.

Se pidió a varios alumnos que ejecutaran un complejo pasaje de una sonata “betoveniana”; y, ciertamente, ninguno salió indemne de la prueba.

Finalmente, venció sus escrúpulos, y levantó la mano. Se había dejado el violonchelo en otra aula; porque, en realidad, sólo pensaba mirar; pero aquello era superior a sus fuerzas.

Melkebeke, fingió no verle durante un rato hasta que, al final, le señaló:

Lo dijo. Melkebeke, se ajustó lo lentes, como si le costara distinguirlo.

Repuso que tocar.

Melkebeke lanzó un gritito de admiración, y aplaudió sin ruido, como si se estuviera dirigiendo a un bebé que dice su primera palabra.

Trató de ignorar el comentario, pero dadas las risas que provocaba en su auditorio, Melkebeke prosiguió con las invectivas:

Melkebeke enarcó las cejas.

Pidió que le prestaran alguno; el Profesor le cedió el suyo, fingiendo que pesaba tanto que era imposible levantarlo del suelo.

No necesitó Le Petit Espagnol más acicate para tocar que aquella retaíla. Cogió el arco, y acomodó el codo; lo cual estaba muy mal visto por aquél entonces: la norma habitual, era que el intérprete tocase rígido, como si tuviese un libro bajo la axila; pero él sabía que eso restaba toda naturalidad.

Fue la última; porque, apenas el arco entró en contacto con las cuerdas: una llamarada sonora brotó del interior del instrumento.

Las, hasta entonces curvadas sonrisas, se deshicieron como cera al fuego, y el brillo de su mirada hizo parpadear, de incredulidad primero, y luego de admiración, a los cincuenta pares de ojos posados en él.

Cuando, un cuarto de hora después, tocó la última nota; el resto de los arcos presente, golpeó al unísono los brazos de sus butacas. No podían hacer otra cosa.

Melkebeke, con los anteojos colgándole del cuello, se revolvió los cabellos tratando de buscar una expresión que se adecuase a lo que acababa de sentir. No la halló. En su lugar, hizo señas al muchacho de que le acompañase a su despacho. Una vez allí, carraspeó en varias ocasiones tratando de que su voz resonase lo más solemnemente grande, que le permitieran sus cuerdas vocales.

Él sonrió complacido. Hubiera sido tan fácil decir que sí; pero, tras meditarlo unos instantes, repuso con no menos gravedad que Melkebeke:

El Profesor quiso saber qué cosa; y él le repuso que la vergüenza.


Y, dicho esto: Le Petit Espagnol, cogió su violonchelo, y salió de allí para no regresar jamás.

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