VAGABUNDO IX. "Rotonda, la isla Náufraga"

¿No les ha pasado alguna vez que piden a sus hijos que se abriguen y hacen caso omiso? Es más, aún salen menos abrigados. A Israel, cansado tal vez de "consejitos" paternales, fue darle mi chaqueta y la recomendación de que se la pusiera, y no se le volvió a ver; abandonó Rotonda seguido de todo su séquito imaginario.

Su ausencia nos dejó a Martha y a mí helados. Echamos en falta una despedida. Por un lado, nos consolamos pensando que quizá volvió a casa; por otro, dudamos, y creemos que lo más seguro es que emigrara hacia tierras más cálidas.

Ha pasado más de un año desde que el Rey, Israel I, dejara Rotonda; con él, poco a poco, la vida animada ha abandonado la isla.

Rotonda es ahora una isla náufraga; a sus playas doradas de césped "siempreverde", separadas del océano de asfalto por la amenaza silenciosa del atolón de vías del tranvía y la corriente infranqueable de los carriles para bicicletas, ya no se atreven a llegar ni los navegantes del deseo de vivir en paz, ni los buscadores de tesoros invisibles, ni los guardianes de la memoria popular. Ni siquiera los penitentes de la presión prostática, osan recalar para miccionar tranquilos y cuantas veces precisen, en la frondosa intimidad de sus manglares de seto reseco.

Las cotorras ultramarinas y verdes, otrora azote de las urracas, nobles pobladoras primigenias del Reyno, afligidas por los rigores del invierno, abandonaron hace semanas las ramas desnudas de sus moreras.

Ayer, primer día de este Gran Año que acabamos de estrenar, pretendí llegar al Reyno Insular de Rotonda, pero me fue imposible conseguirlo; un escalofrío congeló mi espalda y engrilletó mis pasos encadenados, fijándolos a las últimas baldosas de la acera que demarcan el Corinto que habría de atravesar para llegar hasta sus costas. No me atreví a cruzar. El temor a quedarme allí sólo, aterido, abandonado, amnésico, charlatán, ó, meón, me aterrorizó.

Rotonda, patria distópica de los náufragos de nuestra Sociedad, perdida en su memoria narcotizada por el agrio fermento de su dulce esperanza podrida, puede seguir vacía y olvidada por tanto tiempo como la casualidad desee. Mientras tanto, desde lo alto del acantilado de mi estatus social, atado al mástil de mi comodidad, escucho en la noche cantos de sirenas de destellantes rojiazules, y la observo tan atraído como receloso: imaginándome vagabundeando por sus praderas verdes, buscando la atención de una juventud que ya no escucha a sus ancianos, o miccionando penitente entre los setos; y me aterrorizo pensando: ese no sería mi peor destino, el peor sería que en lugar de ser yo el náufrago, lo fuera alguno de mis hijos.

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