Echo de menos a José.

Dicen, que en algunos lugares de nuestra abismal e incronometrable geografía humana, desconfían de los vecinos que no ahuyentan a los extraños. Yo confío siempre en Martha, por eso, cuando José se acercó a nuestra mesita de bar, revestido de abalorios que ofrecernos a cambio de un poco de vida con la que animar su maltratado cuerpo unas horas más, y ella le devolvió una sonrisa, yo asumí que tal vez iba a comprarle algo. Claro que con lo que yo le comprara, no iba a llegar las diez, y ya eran menos cuarto.
Irreverente primer-mundista, sin ceremonia de regateo alguna, le compré un elefante, y el hombre, recogiendo con destreza mis dos euros con su mano larga y gris de negro maduro y enjuto, se fue tan triste como vino.
El viejo africano debió vender bastantes relojes con los que nunca mediría su tiempo, y muchos elefantes, o al menos los suficientes para sobrevivir exactamente una semana, pues el sábado siguiente, a las nueve y media, sentado en nuestra mesita del “Van Gogh” descubrí en la sonrisa de Martha que a mi espalda alguien me ofrecía el último elefante de su rebaño.
- ¿De dónde eres? –le pregunté.
- Muy mal, no vendo nada. Muy mal –recitó, ignorando mi curiosidad.
- Vaya, y con el frío que hace –convino Martha, sincera y solidaria.
- Senegal –le contestó a ella, emocionado.
- ¿Cuántos años llevas en España? –probé de nuevo.
- Compra una para ella –insistió, ofreciéndome una pulserica de cristalitos turquesa.
- No, no. Que no le gustan mucho las pulseras –eludí la oferta-. Pero te voy a comprar otro elefante para ella.
El vendedor hizo prestidigitación con mis dos monedas, y probó de nuevo fortuna:
- Compra tú uno –dijo, ofreciéndome un reloj precioso de cromo del que me sobró del pomo.
- No, no. Que ya tengo uno –me excusé.
- Muy mal, muy mal. No vendo nada –insistió.
- Otro día, de verdad, que no necesito. –concluí.
Siguiendo sus ojos secos de muerto viviente, marchó con su oferta de pulseras, micro-elefantes y relojes de fantasía hacia otras mesas, donde ni le vieron. Taciturno, saludado por el amable dueño del Pub, se fue en silencio.
Pasó otra semana. El fin de semana más frío del invierno. En la calle un cierzo ladrón robaba en cada zarpada media docena de grados al termómetro. Misma hora, mismo lugar, mismo momento mágico con mi querida Martha. Yo había hecho cinco de las acostumbradas nueve muescas en mi pinta de cerveza turbia, ella iba por la tercera en su caña clara. Esta vez fui el primero en verlo. Se le veía muy apurado, aterido de frío, sin pensarlo dos veces vino directo a nuestra mesa.
- Muy mal. No vendo nada. Muy mal –me dijo, antes de que le saludara.
- Tienes pulseras para hombre –le preguntó Martha, cariñosa.
Él, como si supiera mis gustos, rebuscó entre las docenas que llevaba, sacó una, y la verdad, me gustó. Me ayudó a ponérmela como si fuera mi estilista.

Esta vez las tres monedas no desaparecieron con presteza. Sus manos frías y acartonadas respondieron con torpeza, y se le cayó una al suelo. La recogí y se la entregué. Marchó tan serio como vino, invisible para todos, menos para nosotros y para el dueño del “Van Gogh”.

Cuarta semana, un mes, misma puesta en escena: entra un hombre negro de unos sesenta años, arropado con una guerrera del MFDC sin divisas, cargado de abalorios, se le ve derrotado y agotado, se dirige hacia nosotros, y de modo familiar se sienta a nuestra mesa. No nos importa. Le recibimos con una sonrisa.
- Muy mal, no vendo nada, muy mal –recita suspirando.
- ¿Cómo te llamas? –le pregunto.
- José. Sí, de Senegal –me contesta con su voz de cantante de blues.
José estuvo un par de minutos sentado con nosotros, respondió amable a todas mis preguntas: senegalés, sesenta y un años, agricultor, padre, ocho hijos una esposa, rebelde, exiliado, doce años fuera de su patria; peón, temporero, bracero, parado, envejecido y diabético, comparte alojamiento con ocho compatriotas, todos jóvenes, y se gana minutos de vida vendiendo acera a acera, puerta a puerta, mesa a mesa.
Quinta semana, mismo escenario…
- Muy mal, no vendo nada, muy mal.
Martha me regala otra pulsera de cuero, la tercera. Tres monedas y un “Cuídate José, a coro”. No da las gracias. No dice nada. No importa.
Sexta semana, mismo escenario, mismos actores primer-mundistas, pero esta vez acompañados de otros dos. Dos matrimonios maduros, dos pintas turbias, dos cervezas claras y una bolsita de patatas fritas, abierta en el centro de la mesa. Entra un hombre, negro, africano, arropado con una guerrera del MFDC, sin divisas, cargado de abalorios, no saluda al barman; es joven, menos de treinta, robusto, se le ve orgulloso con su mirada fija y altiva. Viene directo hacia mí, como si me conociera.
- ¿Compras uno? –me ofrece un puñado de relojes de oro, del que cagó el loro.
- ¿Conoces a José? –le pregunto, rehuyendo educadamente la oferta.
- ¿José? José no viene –me contesta seco el joven.
- ¿No se encuentra bien? –le pregunta Martha.
- No, José no está bien. Compras una –me ofrece una pulsera horrible.
- Ya tengo tres pulseras. Te compro ese llavero con un elefante de colores.
Cierro el trato, dos monedas, que caen cómodas sobre su mano gruesa y almohadillada. Nuestros compañeros de mesa ni se inmutan, es más, se diría que están molestos por mi pésima operación financiera.
Ahora, mi llavero principal que debe dormir sobre un cenicero que nunca tuvo ceniza, cuelga de un llaverito con un elefante “indi” de plástico policromado. ¡Qué fantasía!
- Pobre –se lamenta Martha-. Se le ve tan mayor, seguro que ha pillado la gripe –todos ignoramos su preocupación.
Apenas dos minutos después, mientras comento ante la mirada neutra de nuestros amigos, que ya se empiezan a ver inmigrantes en la indigencia casi ancianos, como por ejemplo un tío africano muy mayor, mal afeitado con su barba cana, que acostumbra a entrar al Pub con el beneplácito del barman, belga y ex-legionario, y que por lástima siempre le compramos algo, entra José y se acerca a nosotros confiado, pero al vernos acompañados, no se sienta a nuestra mesa.
- Muy mal, muy mal, no vendo nada –reza José su letanía.
- Ya le hemos comprado un elefante a otro –respondo seco y cínico.
José, que no tiene una cara para cada uno de sus estados de ánimo, o no tiene otro estado de ánimo que el que su cara representa, vuelve a ofrecerme una pulsera de las que me gustan.
- No gracias. No queremos nada, otro día –concluyo con una sonrisa, tratando de evitar que nuestros contertulios piensen que somos unos nefastos administradores de nuestra blanca fortuna.
José desaparece invisible para todos menos para el barman ex–legionario y belga, que vuelve a decirle algo que nunca he logrado entender.
Una semana después, misma hora, mismo lugar, volvimos solos con la esperanza de hacerle una buena compra con la que recuperar la confianza de José. Alargamos nuestras muescas en los vasos de cerveza esperando que de un momento a otro aparecería. No lo hizo, tampoco su sucedáneo de ébano bruñido. Volvimos semana tras semana mientras permanecimos en la ciudad, no le vimos; le preguntamos al barman belga y ex-legionario que negó conocerle, incluso arrastramos nuestros pasos por la calle esperando encontrarle de vuelta a casa, no fue así.
Ahora en mi corazón hay un hueco dejado por mi mala conciencia, en mi muñeca había un hueco que Martha llenó con una bonita pulsera de boutique que me recuerda a cada momento cuanto la quiero, pero echo de menos el perdón de José. Ahora que yo estoy aquí, él debe seguir allí, y le echo de menos, como sus hijos le echan de menos a él aquí, como mi padre me echa de menos a mí, allí.
- Muy mal, muy mal, Phineas –me repito, cada vez que me miro la muñeca.

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